lunes, 20 de octubre de 2008

virtud de la justicia

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LLAA JJUUSSTTIICCIIAA
Autor: Jesús García López Publicado en: Virtud y personalidad. Según Tomás de Aquino, EUNSA, Pamplona 2003, pp. 137-155. * * * La tercera de las virtudes activas es la justicia, que radica en la voluntad como en su propio sujeto y que tiene por objeto todo lo que es debido a otros, a las demás personas con las que estamos en relación. La palabra latina justicia viene de iustus, y ésta, a su vez, de ius, que significa lo justo, lo debido y, por consiguiente, el derecho. Los autores no están de acuerdo sobre la etimología de ius. Según unos deriva de la raíz sánscrita yu, que significa “obligación”, o “vínculo obligatorio”, y según otros deriva de la raíz también sánscrita yoh, que significa “algo sagrado o procedente de la divinidad”. Esta segunda raíz también se relaciona con términos de claro significado religioso, como Iovis o Iupiter, y iurare o iuramentum. Por ello para los antiguos y sobre todo para los romanos el derecho fue entendido como un regalo de la divinidad. Como la palabra castellana “derecho”, que traduce la latina ius, deriva sin embargo de directum, dirigido en derechura o rectamente, también el derecho y la justicia tienen que ver con la rectitud moral en general. Así, pues, en la palabra “justicia” se puede descubrir un sentido amplio, que es el de rectitud o bondad moral sin más aditamentos, y otro restringido, que es el de cumplimiento de lo debido, de lo ajustado, de lo que uno está obligado a dar a otro.
Santo Tomás define a la justicia en sentido estricto por referencia a su objeto, que es lo justo, lo debido, lo que pertenece a cada cual (lo suyo, lo de cada uno). Así la famosa definición de la justicia que dice así: “Justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho”1, es comentada por el Doctor Angélico del siguiente modo: “Dicha definición es aceptable si se entiende rectamente. Siendo, en efecto, toda virtud un hábito, que es el principio del acto bueno, es necesario que la virtud se defina por el acto bueno que tiene por objeto la materia propia de la virtud. Ahora bien, la justicia versa propiamente, como su peculiar materia, acerca de aquellas cosas que se refieren a otro (...), y por tanto el acto de la justicia se designa en relación con la propia materia y objeto cuando se dice que «da a cada uno su derecho» (...). Mas para que algún acto acerca de cualquier materia sea virtuoso, se requiere que sea voluntario, estable y firme, porque, como dice Aristóteles, para el acto de virtud se requiere: primero que «se obre
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sabiendo», segundo que «haya elección y fin debidos», y tercero que «se obre invariablemente». Mas el primero de estos requisitos está contenido en el segundo, pues «lo que se obra por ignorancia es involuntario», como dice también Aristóteles, y por esto en la definición de la justicia se pone primeramente la «voluntad», para manifestar que el acto de justicia debe ser voluntario, y añade la «constancia» y la «perpetuidad», para designar la firmeza del acto. Por consiguiente, la citada definición de la justicia es completa, sólo que en vez del hábito, que es especificado por el acto, se pone a éste, pues el hábito se ordena al acto. Si alguno quisiera reducir la definición de la justicia a su debida forma podría decir que «justicia es el hábito según el cual alguien, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho». Esta definición es casi la misma de Aristóteles, quien dice que la «justicia es el hábito por el cual uno obra según la elección de lo justo»”2. Atendiendo, pues, a lo que hay en la justicia de genérico —que es también su aspecto subjetivo— la justicia es una virtud, un hábito del bien obrar, es decir, una disposición estable, permanente, que hace bueno al que la posee y torna buenas las obras del mismo. En esto la justicia coincide con las demás virtudes humanas y especialmente con las virtudes activas o morales. Empieza, sin embargo, a distinguirse de las otras en cuanto que radica en la voluntad, en cuanto es un hábito bueno de la voluntad; no del entendimiento (como la sindéresis y la prudencia), ni de los apetitos sensitivos (como la fortaleza y la temperancia). Por ello debe consistir en una cierta inclinación o tendencia adquirida, pero estable y permanente, de la misma voluntad. Lo que se recibe o adquiere tiene que estar acomodado o ser congruente con la naturaleza del sujeto que lo recibe o adquiere. Pero aquí el sujeto es la voluntad. Luego el hábito de la justicia, recibido en la voluntad o adquirido por ella, tiene que estar acomodado a la naturaleza de la voluntad. No puede consistir por tanto en una posibilidad próxima y una habilidad inmediata de conocer, o de juzgar, o de razonar, ni tampoco de realizar otras operaciones externas, como andar o hablar o construir un artefacto cualquiera. Se tratara, por el contrario, de una posibilidad próxima y de una habilidad inmediata de querer, de realizar determinados actos de la voluntad, especialmente actos de intención, de elección y de uso activo. Por ello el mencionado hábito debe configurarse como una inclinación, como una tendencia sobreañadida, que encarrile por determinados derroteros la energía innata de la voluntad; y esa inclinación no debe ser pasajera, sino “constante y perpetua”. Pero no basta con determinar el aspecto genérico y subjetivo de la virtud de la justicia. Para que su intelección sea completa hay que considerar también el aspecto objetivo, es decir, el objeto sobre el que versa dicha virtud y que es distinto del objeto de otras virtudes. Ese objeto es lo justo, lo debido, lo suyo (de cada cual).
Tomás de Aquino dice también que el objeto de la justicia es el derecho. Lo hace en el texto citado hace poco, al comentar la definición
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clásica de la justicia. Esta (la justicia) es “el hábito según el cual alguien, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho. Y en otro sitio escribe: “Se llama a algo justo en cuanto tiene la rectitud de la justicia o en cuanto termina la acción justa (...). La justicia, entre las demás virtudes, se determina especialmente en razón de su objeto al que se llama justo. Y esto es también el derecho. De donde es manifiesto que el derecho es el objeto de la justicia”3. Si nos quedáramos sólo en estos textos estaríamos en una definición circular de la justicia, pues, por un lado, se definiría a ésta como la virtud que tiene por objeto al derecho, y por otro, se definiría al derecho como el objeto de la virtud de la justicia. Pero Santo Tomás sale de este círculo aclarando por sí misma la noción de lo justo, de lo debido a otro, de lo suyo (de cada cual), que es precisamente el derecho objetivamente considerado. Citemos a este respecto los dos siguientes textos: “Lo propio de la justicia entre las otras virtudes es que ordena al hombre en aquellas cosas (y operaciones) que se refieren a otro. La justicia comporta, en efecto, cierta igualdad, como lo indica su mismo nombre, pues aquellas cosas que se adecuan se dice vulgarmente que se ajustan, y la igualdad se refiere a otro. Las demás virtudes perfeccionan al hombre únicamente en relación consigo mismo, y así lo recto en las operaciones de estas otras virtudes, aquello a lo que tiende la inclinación de ellas como a su propio objeto, se determina sólo por referencia al agente. En cambio, lo recto en las operaciones de la justicia se constituye, además de por referencia al agente, por referencia a otro, pues se llama justo en nuestras obras a lo que corresponde a otro según cierta igualdad, como el pago del precio debido por un servicio prestado”4.
“La materia de la justicia —dice en otra parte— es la operación exterior, en cuanto que esta misma, o la cosa que por ella usamos, esta proporcionada (o ajustada) a otra persona, a la cual somos ordenados por la justicia. Ahora bien, llamase suyo —de cada persona— lo que se le debe según una igualdad proporcional, y por consiguiente el acto propio de la justicia no es otro que dar a cada uno lo suyo”5. Lo “suyo” o lo “justo” es así lo debido, lo ajustado, a una persona en su relación con otra. Eso debido puede ser una cosa o una operación externa, y se dice “suyo”, de la persona a la que se le debe, no en el sentido de que lo tenga como una propiedad de la misma, sino en el sentido de que lo debe tener, según la relación proporcional de unas personas a otras. En efecto, si una persona hace algo o da algo a otra persona, ésta otra, para que exista un ajustamiento proporcional en las conductas y en las cosas, debe a su vez hacer algo o dar algo a aquella persona que hizo otro tanto por ella. Esta es la noción primera de lo “debido” o “ajustado” (lo “suyo”, lo “justo”), que se determina por la estricta igualdad de las transacciones o los contratos. Pero la noción de lo “debido” no se agota aquí, sino que se extiende a campos más amplios. A las personas se les debe algo, no sólo por lo que hacen, sino también por lo que son. De no ser así estarían injustificados los derechos fundamentales de las personas, que son
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anteriores a cualquier prestación de servicios o de cosas de unas personas a otras. Dos maneras hay de justificar los derechos esenciales y fundamentales de las personas. Primera, atendiendo a las inclinaciones naturales, y segunda, atendiendo a la ley eterna de Dios. La persona humana tiene, en efecto, unas inclinaciones naturales, que nacen o brotan de su misma naturaleza. Estas inclinaciones naturales fundamentan otros tantos derechos a satisfacerlas en la persona que las tiene, y a la par otros tantos deberes u obligaciones en las demás personas de no impedir esa satisfacción y hasta ayudarla. Toda persona humana tiene derecho a la vida, a la integridad corporal, al alimento, al vestido, a la habitación, a la asistencia sanitaria, a la educación, al trabajo, a la verdad, etc. Precisamente porque todo hombre está naturalmente inclinado a los bienes arriba expresados, sin los cuales no podría subsistir, ni vivir como hombre, por eso tiene derecho a ellos, y tienen los demás el deber de respetar (no entorpecer) e incluso ayudar a que se realicen. En definitiva es derecho de alguien (es suyo o es correspondiente a él) todo aquello que inexorablemente necesita para cumplir su destino en el mundo, para llenar la trayectoria de su vida y alcanzar la relativa plenitud de que es capaz. Hay que aclarar que las inclinaciones naturales no constituyen propiamente hablando los derechos de cada cual: son solamente su fundamento. Una inclinación natural no se convierte en derecho más que cuando es racionalmente asumida o en cuanto toma la forma de una ley moral. Por eso, propiamente hablando, no tienen derechos los animales ni las plantas, aunque unos y otras tengan también inclinaciones naturales. Por eso cabe remontarse a una fuente más alta (y es incluso preciso para una fundamentación plena) en el empeño de justificar los derechos esenciales del hombre. Esa fuente superior es la ley eterna de Dios. En efecto, la finalidad que manifiesta la naturaleza humana y cualquier naturaleza creada (en último término, las inclinaciones naturales) coincide exactamente con la finalidad del Creador y Gobernador del universo. Como escribe Santo Tomás: “El mismo es el fin del agente y del paciente en cuanto tales, pero de distinta manera; pues uno y lo mismo es lo que el agente intenta comunicar y lo que el paciente tiende a conseguir”6. Lo que el Creador y Gobernador del universo intenta comunicar en todas sus operaciones ad extra es la participación por semejanza de su infinita bondad, y lo que todas las criaturas tienden a conseguir por impulso de su naturaleza es la asimilación, cada una a su modo, de la bondad divina. Por eso, la ley interna por la que cada cosa tiende a su fin no es más que un reflejo de la ley eterna de Dios por la que todas las cosas son dirigidas a sus respectivos fines.
El Aquinate expresa así la naturaleza de la ley eterna: “Dios, por su sabiduría, es el fundador de todas las cosas, a las cuales se compara
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como el artífice a las cosas artificiales. Es, pues, el gobernador de todos los actos y movimientos que se encuentran en cada una de las criaturas. Por eso, así como el plan de la sabiduría divina en cuanto todas las cosas son creadas por ella, tiene razón de arte o de ejemplar o de idea, así el plan de la sabiduría que mueve todas las cosas a su debido fin alcanza la razón de ley. Y según esto la ley eterna no es otra cosa que el plan de la divina sabiduría en tanto que es directiva de todos los actos y movimientos”7. De esta ley eterna así descrita deriva cualquier otra ley y, por supuesto, la ley inscrita de modo indeleble en la misma naturaleza humana, a la que Santo Tomás llama “ley natural”. Oigamos sus mismas palabras: “La ley importa cierta razón directiva de los actos al fin. Pero en todas las cosas ordenadas que se mueven es necesario que la virtud del segundo motor se derive de la virtud del primer motor, pues el segundo motor no mueve sino en cuanto es movido por el primero (...). Luego como la ley eterna es la razón de la gobernación en el supremo gobernante, es necesario que todas las razones de la gobernación que radican en los gobernantes inferiores se deriven de la ley eterna. Estas razones de los gobernantes inferiores constituyen cualesquiera leyes a parte de la eterna. De donde todas las leyes, en tanto participan de la recta razón, en cuanto derivan de ley eterna”8. Y por lo que hace a la ley natural, participación en el hombre de la ley eterna de Dios, escribe asimismo el Doctor Angélico: “La ley, como es una regla y medida, puede encontrarse en algo de una doble manera: como regulante y mensurante, o como regulado y medido, pues en tanto algo es regulado y medido en cuanto participa de la regla y medida. Pues bien, como todas las cosas que están sometidas a la divina providencia son reguladas y medidas por la ley eterna, es manifiesto que todas las cosas participan de algún modo de la ley eterna, a saber, en cuanto por la impronta de ella tienen las inclinaciones hacia sus propios actos y fines. Pero entre las restantes cosas, la criatura racional se subordina de un modo más excelente a la providencia, pues tiene providencia de sí propia y de otros seres. De donde también en sí misma está participada la razón eterna por la cual tiene una inclinación natural a sus debidos actos y fines, y tal participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural”9.
De esta suerte, la ley eterna de Dios, a través de su participación en nosotros que es la ley natural, es el fundamento de toda ley y de todo derecho humano, y muy especialmente de los derechos esenciales o fundamentales. Así coincide el fin del agente (la ley eterna) y el fin del paciente (las inclinaciones naturales). Aquello a lo que inclina la ley eterna es lo mismo que aquello a lo que inclina la naturaleza humana o la ley natural inscrita en ella. Porque la naturaleza humana no es autosuficiente y autónoma; es obra del Creador, y obra realizada con arreglo a un plan. Ese plan es la ley eterna. Por ello los derechos esenciales se fundan de manera inmediata en la ley natural o en la misma
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naturaleza humana; pero de manera mediata y última se fundan en la ley eterna de Dios. Habíamos dicho que la justicia, subjetivamente considerada, es una inclinación permanente de la voluntad por la que ésta realiza, con prontitud y facilidad ciertos actos de intención, de elección y de uso activo. Pero objetivamente entendida, la justicia es una inclinación especificada por lo justo o por el derecho de los demás; es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho. Esto hace que la justicia sea una virtud adquirida, un hábito sobreañadido a las inclinaciones naturales de la voluntad; porque la voluntad humana tiende naturalmente al bien, pero no tiende naturalmente a ese bien que constituye el derecho de los demás. Santo Tomás se hace cargo de esta cuestión en el siguiente texto: “Dado que el hábito perfecciona a la potencia en orden al acto, la potencia necesita que un hábito, que es precisamente la virtud, le dé esa perfección para obrar bien cuando su propia naturaleza es insuficiente a tal efecto. Ahora bien, la naturaleza propia de una potencia se mide por relación a su objeto. Y así, siendo el objeto de la voluntad, como ya dijimos, el bien de la razón proporcionado a ella, en este caso no necesita una virtud que venga a perfeccionarla. Pero si el hombre desea un bien que exceda la capacidad volitiva, ya de la especie humana, como el bien divino, que trasciende los limites de nuestra naturaleza, ya del individuo, como el bien del prójimo, entonces la voluntad necesita de la virtud. Por eso, las virtudes que dirigen los afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo residen en la voluntad como en su sujeto, y tales son la caridad, la justicia y otras”10. Ahora bien, ¿cuál es “el bien de la razón proporcionado a la voluntad”, para tender al cual no necesita ésta virtud alguna? Pues sencillamente el bien en general, que es el objeto formal de la voluntad, o el bien supremo bajo la razón de felicidad, que es el fin último que la voluntad quiere necesariamente, o finalmente el bien particular del propio sujeto volente, ya que cada ser apetece naturalmente su propio bien. Todo lo cual puede verse confirmado en los siguientes textos de Santo Tomás: “El principio de los movimientos voluntarios tiene que ser algo naturalmente querido. Y esto es el bien en común, al cual tiende la voluntad naturalmente, como cualquier otra potencia tiende a su objeto”11. “La voluntad tiende por necesidad al último fin, que es la felicidad”12. “No se requiere hábito alguno para lo que conviene a una potencia por su propia naturaleza (...). Y esta razón se aplica a la virtud que ordena al bien propio del mismo sujeto que quiere”13.
No se necesita, pues, virtud alguna para que la voluntad humana tienda al bien en general, al último fin del hombre bajo la razón de felicidad o al bien particular del propio sujeto volente. En todos estos casos se trata de una inclinación natural y, según Tomás de Aquino la inclinación natural es siempre recta, y no necesita por ello ser rectificada por virtud alguna. En efecto: “del mismo modo que el conocimiento natural es siempre verdadero, el amor natural es siempre recto, ya que el
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amor natural no es otra cosa que la inclinación de la naturaleza infundida por su Autor. Decir, pues, que la inclinación natural no es recta, es hacer injuria al Autor de la naturaleza”14. He aquí por qué, aunque Santo Tomás habla muchas veces de derecho natural (ius naturale) y paralelamente de ley natural (lex naturalis), no habla nunca de justicia natural, y eso que ha definido al derecho como “el objeto de la justicia”. No se puede hablar de justicia natural, porque la justicia es una virtud, un hábito sobreañadido a la facultad correspondiente, en este caso la voluntad; mas para tender al bien que le es connatural la voluntad no necesita hábito alguno, sino le basta la sola inclinación natural. Pero hay otros muchos bienes a los que la voluntad puede tender y que requieren la rectitud de las virtudes. Así, para tender a Dios como autor del orden sobrenatural se requieren las virtudes de la caridad y de la esperanza; para tender a Dios como autor del orden natural se requiere la virtud de la religión (parte potencial de la virtud de la justicia); para tender al bien común de la sociedad se requieren, ya la virtud de la justicia legal o general, ya la virtud del patriotismo; y para tender al bien de los demás hombres se requieren la virtud de la justicia conmutativa, de la justicia distributiva, de la gratitud, de la veracidad, de la afabilidad y otras. Aquí nos interesa solamente lo que corresponde a la virtud de la justicia en sus distintas formas. Y el bien al que la justicia inclina es siempre el que le es debido a otras personas, lo que es justo, lo que constituye el derecho de los demás. Es este un bien al que nuestra voluntad no tiende naturalmente, y por ello es necesario que dicha voluntad sea enriquecida o perfeccionada por la virtud de la justicia, por esa inclinación sobreañadida que, de manera estable y permanente, nos lleve a querer para los demás lo que les pertenece (su derecho) y a dárselo efectivamente. Por lo demás, hay tres clases distintas de justicia: la legal o general, la distributiva y la conmutativa. Veamos ahora el fundamento de esta división y cada uno de sus miembros. La justicia comporta siempre una relación entre personas distintas, pero esta relación puede establecerse entre una persona individual y otra, o entre una persona individual y la comunidad de todas ellas, el todo social. Supuesta, pues, esta doble perspectiva, caben aquí tres relaciones distintas: la de las partes (personas individuales) al todo (sociedad civil); la del todo a las partes, y la de unas partes con otras. La relación de las partes al todo, es decir, de los individuos a la comunidad en cuanto tal, es la que tiene en cuenta la justicia legal o general. La relación del todo a las partes, o sea, de la comunidad, o mejor, de la autoridad que la representa, a los individuos, es la que tiene en cuenta la justicia distributiva. Por último, la relación de unas partes a otras, a saber, de unos individuos a otros, es la que tiene en cuenta la justicia conmutativa.
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La justicia legal se llama así porque realiza lo que es propio de la ley: ordenar a todos al bien común. Recuérdese que, según la definición de Santo Tomás, la ley es “una ordenación de la razón enderezada al bien común”15. Por consiguiente, cuando la justicia llamada legal ordena a los individuos respecto de la comunidad, no hace más que realizar la ley, y por eso es una justicia propiamente legal. Tomás de Aquino lo dice claramente: “Y puesto que a la ley pertenece ordenar al bien común (...), síguese que la justicia denominada “general” en el sentido expuesto, es también “legal”, esto es, por la que el hombre concuerda con la ley, que ordena los actos de todas las virtudes al bien común”16. Esta especie de justicia se denomina también “general”, y la razón es que ordena los actos de todas las demás virtudes al bien común, y así domina o impera sobre el resto de las virtudes. Y es que los bienes que las demás virtudes proporcionan al hombre son bienes particulares que, como tales, pueden ser referidos al bien común, referencia que lleva a cabo precisamente la justicia general. Oigamos al Doctor Angélico: “Es evidente que todos los que componen alguna comunidad se relacionan a la misma como las partes al todo, y por ello cualquier bien de la parte es ordenable al bien del todo. Según esto, el bien de cada virtud, ya ordene al hombre a sí mismo, ya le ordene a otras personas singulares, es referible al bien común, al que ordena la justicia (general). Y así los actos de todas las virtudes pueden pertenecer a la justicia, en cuanto que ésta ordena al hombre al bien común. En este sentido es llamada la justicia virtud general”17. Y no se crea que la justicia general en cuanto ordena los actos de todas las demás virtudes al bien común se reduce al conjunto de esas virtudes, sino que es una virtud especial. Es común a todas las virtudes por causalidad en cuanto impera a todas ellas; pero no lo es por predicación, como si las contuviera en sí misma o se identificara con ellas. El Aquinate lo dice también claramente: “Así como la caridad puede decirse virtud general en cuanto ordena los actos de todas las virtudes al bien divino, así también la justicia legal en cuanto ordena los actos de todas las virtudes al bien común. Por eso, al igual que la caridad, que mira al bien divino como objeto propio, es una virtud especial por esencia, del mismo modo la justicia legal es una virtud especial en su esencia, en cuanto mira al bien común como objeto propio”18.
Pero además de la justicia legal o general, está la justicia particular, cuyo término ad quem es siempre una persona singular. Esta justicia particular se subdivide en dos especies, que son: la justicia conmutativa y la distributiva. La diferencia entre ellas, como ya vimos, está en que la primera ordena una persona particular a otra persona particular, mientras que la segunda ordena la comunidad (o la persona que la representa, es decir, la autoridad) a una persona particular. Es lo mismo que dice Santo Tomás en el siguiente texto: “Toda parte puede ser considerada de dos maneras. Una en la relación de parte a parte, a lo que corresponde en la vida social el orden de una persona privada a otra, y este orden es
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dirigido por la justicia conmutativa, consistente en los intercambios que mutuamente se realizan entre dos personas. Otra, en la relación del todo respecto de las partes, y a esta relación corresponde el orden existente entre la comunidad y cada una de las partes individuales. Este orden es dirigido por la justicia distributiva, que reparte proporcionalmente los bienes comunes. Por consiguiente son dos especies de justicia (particular): la conmutativa y la distributiva”19. Estas dos especies de justicia son diversas no sólo en atención a que una —la distributiva— va del todo a las partes, y la otra —la conmutativa— va de una parte a otra parte, sino también en atención a como se establece el justo medio en ambas y a la materia sobre las que versan. En efecto, el justo medio de la justicia distributiva es distinto del justo medio de la justicia conmutativa, porque en el primer caso hay que atenerse a una medida proporcional, mientras que en el segundo, a una medida igual. En efecto, la distribución de los beneficios y de las cargas sociales no debe hacerse por igual entre todos los miembros de la comunidad, sino según una proporción: a mayor necesidad, mayor ayuda; a mayores posibilidades, mayores cargas. En cambio, la conmutación de bienes y servicios entre los particulares debe regirse por la más estricta igualdad. Lo justo en una compraventa es que por lo vendido se pague exactamente lo que vale; pero lo justo en el pago de los impuestos es que el que más tiene pague más. “En la justicia distributiva —escribe Santo Tomás— no se determina el justo medio según la igualdad de cosa a cosa, sino según la proporción de las cosas a las personas, de tal suerte que en el grado que una persona excede a otra, la cosa que se dé a ella excede a la que se dé a la otra (...). Pero en los intercambios (...) es preciso igualar cosa a cosa, de suerte que cuanto esta persona tenga de más en lo que le corresponde, otro tanto debe restituir a aquella persona a quien pertenece”20.
Por lo que hace a la materia sobre la que versa cada una de estas especies de justicia, hay que distinguir entre la materia próxima y la materia remota. Por lo que hace a esta última no hay diferencia entre la justicia distributiva y la conmutativa, pues las dos versan sobre unas mismas cosas (bienes o cargas) que se distribuyen o se intercambian. Mas por lo que atañe a la materia próxima sí que hay distinción, pues dicha materia próxima son las mismas operaciones que realizan una y otra justicia. Así la justicia distributiva “reparte” los bienes y las cargas, y la conmutativa “intercambia” los bienes y los servicios; y no es lo mismo repartir que intercambiar. Por lo demás, a esta materia próxima la llama Santo Tomás “acciones principales”, como se ve en el siguiente texto: “Si consideramos como materia de una y otra justicia aquella cuyo uso son las operaciones, la materia de la justicia distributiva y la de la conmutativa es una y la misma, pues las mismas cosas que son distribuidas a los particulares pueden también ser intercambiadas entre estos, y asimismo existe cierta distribución y cierto intercambio de los
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trabajos penosos. Mas si tomamos como materia de una y otra justicia las acciones principales por las cuales usamos de las personas, de las cosas y de las obras, entonces descubrimos diversa materia, porque la distributiva regula las distribuciones, y la conmutativa dirige los intercambios”21. Descritas así las distintas especies de justicia, es decir, las partes subjetivas de dicha virtud, conviene ahora decir algo de las partes integrales y de las potenciales. Las partes integrales de la virtud de la justicia son estas dos: hacer positivamente el bien debido y evitar el mal que priva de dicho bien. Estas dos cosas se requieren, en efecto, para que la acción justa sea completa: que se dé a cada cual lo que le es debido cuando todavía no lo tiene y que se le respete cuando lo tiene o que no se le quite. Hacer el bien y evitar el mal es propio de toda virtud moral, pero en las demás virtudes morales (aparte de la justicia) viene a ser lo mismo hacer el bien y evitar el mal; lo que no ocurre en la justicia. En ésta, en efecto, no es lo mismo hacer a cada uno el bien que se le debe y retraerse de hacer el mal o de dañar injustamente a nadie. Santo Tomás lo explica así: “Pertenece a la justicia establecer la igualdad (lo justo) en aquellas cosas que se refieren a otro. Pero pertenece a la misma virtud establecer algo y conservar lo establecido. Pues bien, una persona establece la igualdad de la justicia haciendo el bien, es decir, dando a otro lo que se le debe, y conserva la igualdad de la justicia ya establecida apartándose del mal, es decir, no causando ningún daño al prójimo”22. Y aclara poco después: “Las otras virtudes morales versan acerca de las pasiones y en ellas hacer el bien es colocarse en el medio, lo que implica apartarse de los dos extremos viciosos, y así en dichas virtudes viene a ser lo mismo hacer el bien y apartarse del mal; pero la justicia versa acerca de las operaciones y de las cosas exteriores, y aquí una cosa es establecer lo justo y otra no destruir lo justo ya establecido”23. Porque: “apartarse del mal, en cuanto constituye una de las partes integrantes de la virtud de la justicia, no implica una pura negación (...); implica un impulso de la voluntad que rechaza el mal, como lo indica el mismo nombre de “apartarse”; y esto es meritorio, sobre todo cuando alguien es empujado a que haga el mal y, sin embargo, se resiste”24. Por eso una justicia que se limitara a establecer lo justo no sería completa, pues le faltaría su lado negativo: respetar lo justo ya establecido. Y del mismo modo una justicia que se limitara a no dañar injustamente a nadie tampoco sería completa, pues le faltaría su lado positivo: dar a cada cual lo que le es debido. La justicia completa requiere las dos cosas. Y ahora pasemos a examinar las partes potenciales de la virtud de la justicia. Son éstas otras tantas virtudes anejas, que no son especies de la justicia, pero sí virtudes semejantes a la justicia, que coinciden en algo con ella, pero no en todo.
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La diferencia de estas virtudes respecto de la justicia tiene estas dos vertientes: falta de ajustamiento entre lo que se debe y lo que se puede dar, y falta de correspondencia entre el derecho de unos y el deber de otros. Respecto de lo que es debido a otros hay algunas veces para una persona deudas impagables, y otras veces hay deudas que son irreclamables, que no se está obligado a satisfacer. En el primer caso estamos lejos de la estricta justicia, porque no podemos pagar lo que debemos; en el segundo caso, porque no estamos estrictamente obligados a satisfacer el derecho que otros indudablemente tienen. De aquí nacen dos series de virtudes anejas a la justicia, pero que no son justicia propiamente hablando. Dentro de la primera serie están la religión, la piedad y la observancia. Dentro de la segunda serie están la gratitud, la veracidad, la afabilidad y la liberalidad. Digamos algo de estas virtudes, aunque sin detenernos a tratar con detalle cada una de ellas. La virtud de la religión se parece a la justicia, pero sólo en parte, ya que en otro aspecto difiere esencialmente de ella. Se parece a la justicia en que comporta alteridad, relación entre dos personas (en este caso, el hombre y Dios), de las cuales una (el hombre) debe algo a la otra (Dios) y está obligada a restituir; pero se distingue esencialmente de la justicia en que nunca es posible equipar o ajustar lo que el hombre debe a Dios y lo que de hecho le puede dar. El hombre le debe a Dios todo lo bueno: no sólo todo lo bueno que él tiene, sino también todo lo bueno que él es; pero nadie puede dar a otro su propio ser; luego el hombre no puede devolver a Dios todo lo que de El ha recibido. Otra diferencia esencial entre la religión y la justicia está en que la justicia regula sobre todo las obras externas, mientras que la religión se refiere sobre todo a los actos internos, concretamente a la devoción (acto de la voluntad) y a la oración (acto del entendimiento); los actos externos de la virtud de la religión, como la adoración, los sacrificios o los rezos, en tanto pertenecen a dicha virtud en cuanto son expresión de los actos internos de devoción y de oración. También hay que aclarar que la virtud de la religión no regula todas las relaciones del hombre con Dios, como creer en El o amarle o cumplir sus mandatos. Para esto hay que apelar a las virtudes teologales, sobrenaturales e infusas, de la fe, la esperanza y la caridad. La virtud de la religión—virtud natural y moral— se limita a ordenar los actos del culto que los hombres, por derecho natural, debemos dar a Dios, como Creador y Gobernador supremo del universo.
Lo que es la religión respecto de Dios, es la piedad respecto de los padres y de la patria. La voz castellana “piedad” se ha cargado con otras connotaciones hasta hacerse sinónima de “misericordia” y “compasión”; pero todavía conserva, en alguna de sus acepciones, el significado que aquí le damos. El Diccionario de la Real Academia dice así: “2. Amor entrañable que consagramos a los padres y a objetos venerados”. En el latín este sentido era el más propio. Escribe Cicerón: “la justicia para con los dioses se llama religión; para con los padres, piedad”. Y también: “la
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piedad nos prescribe cumplir nuestros deberes para con la patria, para con nuestros padres y para con todos aquellos a quienes estamos unidos por los vínculos de la sangre”25. No es propiamente hablando una especie de justicia, pues tampoco hay ajustamiento entre lo que debemos a los padres y a la patria y lo que les podemos dar a cambio. Con los padres y con la patria tenemos contraídas deudas que son literalmente impagables. Por eso estamos obligados y ordenados, por la virtud de la piedad, a dar a los padres y a la patria un cierto culto, hecho de amor, de agradecimiento, de veneración, de honor, de defensa, de servicio, de sustentación (respecto de los padres si llega el caso), de sacrificio de la propia vida (respecto de la patria si fuera preciso). La piedad respecto de la patria tiene en castellano un nombre sonoro y muy apropiado: se llama patriotismo. En esta misma línea de la piedad está la observancia, virtud que nos ordena a rendir el culto debido a todas las personas que están constituidas en alguna justa dignidad. También esta palabra ha perdido en castellano mucho del poder significativo que tenía en latín. No obstante, el Diccionario de la Real Academia recoge entre sus acepciones la siguiente: “3. Reverencia, honor, acatamiento que hacemos a los mayores y a las personas superiores y constituidas en dignidad”. De esto se trata ciertamente. A propósito de la observancia escribe Santo Tomás: “Así como el padre carnal participa de un modo peculiar de la razón de principio que en su grado máximo se encuentra en Dios, así también cualquier persona que en algún aspecto tiene providencia sobre nosotros participa a su manera de la propiedad de padre, porque el padre es el principio, ya de la generación, ya de la crianza y la educación, ya de todas las demás cosas que pertenecen a la perfección de la vida humana. Ahora bien, la persona constituida en dignidad es como el principio de la gobernación respecto de ciertas cosas: así el príncipe de la ciudad respecto de los asuntos civiles; el general en jefe del ejército respecto de las cosas de la guerra; el profesor respecto de lo que enseña, y lo mismo en los demás casos. De aquí que a tales personas se les acostumbre a llamar “padres”, por la semejanza de su oficio (...). Por tanto, así como, cabe la religión, por la cual se tributa culto a Dios, se encuentra en un segundo plano la piedad, por la cual se da culto a los padres, así también, cabe la piedad, se encuentra la observancia, por la cual se rinde culto y honor a las personas constituidas en dignidad”26.
Y veamos ahora las otras virtudes anejas a la justicia que se distinguen de ésta porque no entrañan una absoluta obligación de pagar o restituir. Y en primer lugar, la gratitud. La virtud de la gratitud o el agradecimiento nos ordena a devolver gratis los beneficios que gratuitamente hemos recibido. Hay muchas cosas que las demás personas hacen en nuestro favor y que no están obligadas a hacer. Nos procuran estos beneficios por pura liberalidad, gratuitamente. En primer lugar Dios, a quien debemos todo lo bueno que tenemos y somos, y que
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todo nos lo ha dado gratis; y en segundo lugar nuestros allegados y nuestros amigos. Pues bien, lo que hemos recibido gratuitamente no es propiamente objeto de débito, sino de agradecimiento. Especialmente cuando se trata de cosas que no nos hacen falta, que no necesitamos, y el que nos las da no busca más que manifestarnos su afecto, sin obligarnos en manera alguna a la restitución. Pero si no hay obligación de estricta justicia, hay una obligación de conveniencia moral de mostrarnos agradecidos y de devolver otros beneficios, no inmediatamente, sino en el momento oportuno. Santo Tomás distingue aquí entre el “débito legal” y el “débito moral”27. Al primero atiende la justicia; al segundo, la gratitud. El refrán castellano asevera que “quien no es agradecido, no es bien nacido”, y ser bien nacido hace referencia a la buena índole o buena contextura moral. Refiriéndose a la ingratitud, que es el vicio opuesto al agradecimiento, escribe Santo Tomás: “En relación a la gratitud se requieren varias cosas por este orden: primero, que el hombre reconozca el beneficio recibido; segundo, que alabe al que se lo ha hecho o le dé las gracias, y tercero, que devuelva a éste algún otro beneficio, en tiempo y lugar oportunos, y con arreglo a sus posibilidades. Y en relación con la ingratitud el orden es el inverso, pues lo primero es que el hombre no devuelva beneficio alguno; lo segundo, que disimule y dé a entender que no ha recibido ningún beneficio, y lo tercero y más grave, que no reconozca el bien que le han hecho, por olvido o de cualquier otro modo”28. La virtud de la veracidad se relaciona también con la justicia y está ordenada a que cada cual manifieste con verdad los conocimientos que él posee. La naturaleza de dicha virtud y sus relaciones con la justicia son expuestas así por el Aquinate: “La virtud de la veracidad conviene con la justicia de dos cosas: primero, en que entraña alteridad, pues la manifestación, que es el acto propio de esta virtud, se ordena a otro, en tanto que lo que uno sabe se lo manifiesta a otro; segundo, en que la justicia establece cierta igualdad en las cosas, y esto también lo hace la veracidad, pues adecúa los signos exteriores a los pensamientos del que dice la verdad. Pero difiere de la razón propia de la justicia en tanto que no se refiere a lo estrictamente debido. Esta virtud, en efecto, no atiende al débito legal, al que atiende la justicia, sino más bien al débito moral, o sea, en cuanto pertenece a la honestidad de un hombre el que manifiesta la verdad a otro”29. Y tratando de explicar mejor ese débito moral añade poco después: “Como el hombre es un animal social, un hombre debe naturalmente a otro aquello sin lo cual la sociedad no podría conservarse. Pero los hombres no podrían convivir si no se creyeran los unos a los otros en tanto que se manifiestan la verdad entre ellos. Por tanto, la virtud de la veracidad atiende en cierto modo a la razón del débito”30.
Ahora bien, no todos los conocimientos que una persona posee se comportan de la misma manera en orden a la manifestación a otras
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personas. En primer lugar están las verdades científicas, que no son patrimonio de nadie en particular o que no son bienes privados, sino que son patrimonio de todos, es decir, bienes comunes. Las verdades de este tipo no están ligadas a la virtud de la veracidad, porque no son objeto de creencia, sino de ciencia. Cuando una persona manifiesta a otra una verdad científica no reclama de esa otra que la crea, sino simplemente que la entienda; esa verdad no nos es conocida por el hecho de que quien la manifiesta merece nuestro crédito, sino por el hecho de que es inteligible por si misma. Pero la virtud de la veracidad —parte potencial de la justicia— entraña cierta rectitud de la voluntad, y en ello nos apoyamos para dar crédito a lo que se nos dice, aunque no sea inteligible por sí mismo. Los conocimientos a los que se refiere la virtud de la veracidad no son las verdades científicas, sino los que versan sobre hechos concretos y contingentes, que no son conocidos por todos, sino tal vez solamente por el que los manifiesta. En segundo lugar están las verdades que expresan hechos de nuestra intimidad. Tales hechos son conocidos inmediatamente por la persona en que se dan; pero no pueden ser conocidos por ninguna otra persona, a no ser que la primera los manifieste, expresando así exteriormente una verdad de hecho, enteramente contingente, y que pertenece de suyo a la intimidad de la persona que la manifiesta. Pues bien, nadie está obligado a manifestar a otros su propia intimidad, sino que tiene derecho a que se la respete. Y es que las verdades que expresan estos hechos íntimos de la conciencia de cada cual son bienes esencialmente privados, que nadie tiene obligación de compartir con los demás. Pero hay un tercer tipo de verdades que, siendo contingentes o expresiones de hechos singulares y concretos, no son, sin embargo, bienes privados, sino públicos o comunes, es decir, que interesan a toda la comunidad. Respecto a estas verdades existe a la vez un derecho y una obligación: un derecho por parte de todos los ciudadanos, ya que dichas verdades están contenidas en el bien común al que todos los ciudadanos tienen derecho, y una obligación, por parte de cualquiera que llegue a tener conocimiento de esas verdades, de manifestarlas a los demás, según aconseje la prudencia. A este tipo de verdades pertenecen también todos aquellos conocimientos que los testigos están obligados a manifestar cuando son citados a juicio por la autoridad competente.
Esto supuesto, la virtud de la veracidad versa principalmente sobre las verdades del segundo tipo. Así se entiende que no sea justicia en sentido estricto (como lo es la veracidad en los procesos judiciales, o la veracidad en las informaciones referentes al bien común), y que no sea tampoco la simple comunicación de una verdad científica, que no entraña de suyo rectitud en la voluntad. Las verdades sobre las que versa la veracidad no está uno obligado a manifestarlas, pero a veces es bueno que lo haga. Este sería el débito moral. En todo caso, a nadie le es lícito
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mentir. Puede callar, pero si habla, debe decir la verdad, acomodando sus palabras (o cualesquiera otros signos manifestativos) a sus pensamientos. La virtud de la afabilidad ordena al hombre a que guarde las reglas de la cortesía y del buen trato con todos, y especialmente con aquellos con los que habitualmente convive. Tomás de Aquino explica así su necesidad: “Es necesario que cada hombre se halle convenientemente ordenado en la convivencia con los otros hombres, ya en sus hechos, ya en sus dichos, de suerte que se comporte con cada cual como es decoroso. Por ello es necesaria una virtud especial que incline a esta convivencia ordenada, y esta es la virtud llamada amabilidad o afabilidad”31. El propio Santo Tomás aclara enseguida que se trata de una virtud aneja a la justicia, pero que no se identifica con ésta, pues le falta la estricta obligación que la justicia entraña. Así escribe: “Esta virtud es una parte (potencial) de la justicia en cuanto se relaciona con ésta como lo secundario con lo principal. Conviene con la justicia en que implica alteridad, pero difiere de ella en que no entraña plena obligación. En efecto, en esta virtud no queda alguien obligado por un débito legal, al que constriñe la ley, ni por un débito nacido de algún beneficio recibido, sino sólo por un débito moral, que más se funda en la persona virtuosa que en la otra a la que trata como es decoroso”32. La afabilidad no es lo mismo que la amistad, pues esta última consiste sobre todo en la unión afectiva habitual entre dos personas, mientras que la afabilidad se ordena a las acciones exteriores, al trato amable de las personas con las que convivimos. La amistad, absolutamente hablando, es mejor que la afabilidad, pero esta última es más necesaria, porque la verdadera amistad siempre es con pocos, mientras que la afabilidad debe ser con todos los que se convive. Por último, la virtud de la liberalidad o de la generosidad ordena al hombre respecto al uso conveniente de las riquezas, de suerte que esté desprendido de ellas y las comunique o entregue con facilidad al que las necesita o a los amigos. Es también virtud aneja a la justicia, pero distinta de aquélla por la misma razón que se adujo en el caso de la gratitud, de la veracidad y de la afabilidad: por falta del débito estricto. “La liberalidad —escribe Tomás de Aquino— no es una especie de la justicia, pues la justicia entrega a otro lo que es de él (del otro), pero la liberalidad entrega a otro lo que es propio (lo que pertenece al que da). Coincide, sin embargo, con la justicia en estas dos cosas: primero, en que implica alteridad, y segundo, en que se refiere a las cosas exteriores, pero según una razón distinta, como se ha señalado”33. Y aclara poco después: “La liberalidad, aunque no atienda al débito legal, como hace la justicia, atiende al débito moral, que se mide según cierta conveniencia o decoro, pero no porque uno esté obligado. Tiene, pues, en grado mínimo la razón de débito”34.
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Hasta aquí las virtudes anejas de la justicia; y ahora, para terminar, digamos algo de la virtud de la equidad, que no es propiamente una virtud aneja a la justicia, sino una especie o parte subjetiva de la misma justicia. La equidad, en efecto, inclina a lo que es justo, pero no según la letra de la ley, sino según su espíritu. Y es que las leyes no pueden prever todos los casos, variadísimos, de las distintas acciones de los hombres. Regulan, pues las mencionadas acciones en general y según lo que es más ordinario o frecuente, y por eso se requiere una cierta corrección para los casos excepcionales, que es lo propio de la equidad. Santo Tomás lo explica así: “Los actos humanos, acerca de los cuales versan las leyes, están colocados en lo singular y contingente, y pueden presentarse de infinitos modos distintos. Por eso no es posible una ley que no falle en algún caso. Los legisladores, por ello, atienden, al hacer las leyes, a lo que es más frecuente o a lo que ocurre en la mayoría de los casos. Sin embargo, el cumplir estrictamente la ley en todos los casos puede ir contra la justicia y contra el bien común, que es la finalidad de la ley (...). Por eso, en algunos casos excepcionales es malo seguir la ley establecida, y es bueno que, pospuesta la letra de la ley, se haga aquello que es realmente justo y redunda en la común utilidad. Y a esto se ordena la epikeia, que entre nosotros se denomina equidad”35. Por lo demás, al decir que la equidad es una parte subjetiva, o una especie, de la virtud de la justicia, no se descalifica la división que se hizo más atrás de las especies de justicia en tres: legal, distributiva y conmutativa. En realidad, la equidad se encaja dentro de la justicia legal a la que, sin embargo, completa. El Doctor Angélico lo expone así: “La equidad corresponde propiamente a la justicia legal, y en parte se contiene en ella y en parte la supera; pues si se llama justicia legal a la que se atempera a la ley, ya en cuanto a la letra, ya en cuanto al espíritu del legislador, que es mejor, entonces la equidad es la mejor parte de la justicia legal; pero si se llama justicia legal a la que se atempera a la ley solo en cuanto a su letra, entonces la equidad no es una parte de la justicia legal, sino una especie de justicia tomada en general y que se distingue de la justicia legal, como más excelente que ella”36. Después de todo lo dicho a propósito de la justicia y de las virtudes anejas a ella conviene hacer esta última consideración: que lo que la justicia regula son las operaciones exteriores, y no propiamente los actos internos de la voluntad. Sin embargo, estos actos internos son la base y como el alma de las operaciones exteriores. Por eso la justicia radica en la voluntad y torna inmediatamente rectas las intenciones, las decisiones y las ejecuciones de la misma voluntad, que luego se traducirán en las correspondientes acciones externas. Por lo demás, esa rectitud de la justicia difícilmente se lograría si, alentando en la misma justicia, no se diera también el amor: el amor al bien común (inmanente y trascendente) y el amor a los demás hombres. Es verdad que el amor no puede ser reclamado en justicia, pues se trata de un libre don que tiene lugar en la más estricta intimidad: pero también es cierto que, sin la savia vivificante del amor, la propia justicia se seca y muere.
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NOTAS
1 Digest., lib. I, tit. 1, leg. 10. 2 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 58, a. 1. 3 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 57, a. 1. 4 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 57, a. 1. 5 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 58, a. 11. 6 TOMÁS DE AQUINO, S. Th ,I, q. 44, a. 4. 7 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 93, a. 1. 8 TOMÁS DE AQUINO, S. Th, I-II, q. 93, a. 3. 9 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 91, a. 2. 10 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 56, a. 6. 11 TOMÁS DE AQUINO, S. Th, I-II. , q. 10, a. 1. 12 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I q. 82. a. 1. 13 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 56, a. 6, arg. 1 y ad 1. 14 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I, q. 60, a. 1, ad 3. 15 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 90, a. 4. 16 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 58, a. 5. 17 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 58, a. 5. 18 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 58, a. 6. 19 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 61, a. 1. 20 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 61, a. 2. 21 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 61, a. 3. 22 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 79, a. 1. 23 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 79, a. 1, ad. 1. 24 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 79, a. 1, ad. 2. 25 CICERÓN, De invent. reth., lib. II, cap. 53. 26 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II. q, 102, a. 1. 27 TOMÁS DE AQUINO, S. Th. II-II, q. 106, a. 4, ad 1. 28 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 107, a. 2. 29 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 109, a. 3. 30 TOMÁS DE AQUINO, S. Th. II-II, q. 109, a. 3, ad 1. 31 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 114, a. 1. 32 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 114, a. 2. 33 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 117, a. 5. 34 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 117, a. 5, ad. 1. 35 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 120, a. 1. 36 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., II-II, q. 120, a. 2, ad. 1.

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